Yo cumplo años el 12 de abril, y ese día, gracias a los hados del destino y de las políticas comerciales de Aerolíneas Argentinas, estaríamos subiéndonos al avión hacia Europa. Pero antes tenía que festejar mis cincuenta años. Así que un miércoles 11, más hábil que Mc Giber, se juntaron cincuenta de mis mejores amigos y familia, para celebrar juntos hasta que se hicieron las doce de la noche y poder brindar con todas las de la ley.
Y después de brindar, cada uno se fue sonriente a dormir a sus casas, mientras nosotros, con la tenaz ayuda de mis padres, desarmamos todo, y nos sentamos a esperar pacientemente el transfer a Trelew, porque a las siete de la mañana salíamos del aeropuerto Zar. (Sigue...)
Llegamos sin problemas a Buenos Aires, dejamos las valijas en lo de la mamá de Caro y seguimos de festejos en Pin Pun, con Pablo, Natu, Ricky y Leo. Más tarde nos juntamos con mis hermanos en la casa de Cristina y a las 18:30 nos tomamos el Tienda León (que teníamos incluido en el pasaje porque el vuelo desde Trelew era un vuelo de conexión) en Retiro hacia Ezeiza.
Y cuando todo parecía un sueño, de repente se transformó en una pesadilla, porque a pocos metros de Ezeiza sentí como arrancaba un terrible dolor de muelas. Caro no lo podía creer y me preguntó si entendía que estábamos a punto de subir a un avión que nos llevaría por más de 21 días a Europa. Con una mano en un cachete, le contesté en silencio que sí.
Pero como en las mejores pesadillas, a veces aparecen cosas de la nada, como esa oficina sanitaria, justo en frente de la parada del Tienda León, en la Terminal A del aeropuerto Pistarini. ¿Ustedes sabían que había una oficina sanitaria, completamente gratuita en Ezeiza? Yo tampoco.
Así que, mientras Caro se las apañaba sola con todas las valijas, y Pablo, que viajaba con nosotros en el mismo vuelo, nos esperaba sin saber nada a pocos metros, a mí me atendía un médico de guardia. Dije bien, un médico, no un odontólogo, que la providencia es generosa, pero tampoco una clínica multidisciplinaria. Me abrió la boca, señaló que no veía infección y para el dolor, me inyectó un diclofenac, que me dejó en el más hermoso de los limbos, y me dio salida elegantemente.
Previendo que en las Europas podría tener problemas para comprar sin receta este tipo de artilugios, pasé por el Farmacity del aeropuerto y me aprovisioné de una caja de comprimidos de diclofenac y un frasquito milagroso de Muelita para el viaje.
Ya olvidado de los dolores, con Caro y Pablo decidimos comenzar el viaje y nos metimos en el VIP de American Express y a las 23.30 pasadas salió el avión, que después de haber pasado más de 36 horas despiertos, nos acunó directamente hasta Madrid.
En Barajas debíamos esperar cuatro horas, así que Pablo y Caro se pusieron a trabajar mientras yo me apalabraba a la señora del free shop que gerenciaba ocasionalmente el mostrador de degustación de whisky.
Finalmente, llegamos a Barcelona casi a medianoche. En Sixt tuvimos que probar varios coches hasta que un Toyota satisfizo las especiales necesidades de cinco valijas como íbamos a terminar teniendo en unos días.
Ah, pero antes compramos un par de chips de teléfono, con varios minutos libres y dos gigas de datos en el mismo aeropuerto, para poder comunicarnos entre nosotros durante el viaje. Como consejo para la próxima vez, esperar a comprarlo en el centro, que en el aeropuerto siempre está 25% más caro.
Salimos para el hotel Front Air Congress, previo comer unas hamburguesas en Pollo Campero. Pero al llegar al hotel, Pablo descubrió que el peor de los temores de un turista, el primer día de su viaje, se había hecho realidad; había perdido el pasaporte.
Mientras nosotros hacíamos el check in y nos acomodábamos en la habitación, él volvió urgente al aeropuerto, a recorrer todos los lugares por donde habíamos estado. Pero todo fue infructuoso, volvió, como a las dos de la mañana, sin pasaporte y con la confirmación de que el Consulado no abría hasta dentro de dos días, el lunes siguiente.
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